Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío, fue un poeta
nicaragüense, máximo representante del modernismo literario en lengua española.
La canción del oro
Rubén Darío
Aquel día, un harapiento, por las trazas
un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, llegó, bajo la sombra de los
altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de soberbia
entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol, en donde las altas columnas,
los hermosos frisos, las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol
moribundo.
Había tras los vidrios de las ventanas, en
los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas o de niños
encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores
salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como
bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el tapiz
purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto
de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una
falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre oriental hace vibrar la luz en
la seda que resplandece. Luego, las lunas venecianas, los palisandros y los
cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto que ríe mostrando
sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las
velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el
cuadro valioso, dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bounat, y
las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo
puro y envuelve la hiedra en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la
hiedra trémula y humilde. Y más allá...
(Muere la tarde.
Llega a las puertas del palacio un
carruaje flamante y charolado. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la
mansión, que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su hembra van al
nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de látigo, arrastra el carruaje
haciendo relampaguear las piedras. Noche.)
Entonces en aquel cerebro de loco, que
ocultaba un sombrero raído, brotó como el germen de una idea que pasó al pecho
y fue opresión, y llegó a la boca hecho himno que le encendía la lengua y hacía
entrechocar los dientes. Fue la visión de todos los mendigos, de todos los
suicidas, de todos los borrachos, del harapo y de la llaga, de todos los que
viven -¡Dios mío!- en perpetua noche, tanteando la sombra, cayendo al abismo,
por no tener un mendrugo para llenar el estómago. Y después la turba feliz, el
lecho blando, la trufa y el áureo vino que hierve, el raso y el muaré que con
su roce ríen; el novio rubio y la novia morena cubierta de pedrería y blonda; y
el gran reloj que la suerte tiene para medir la vida de los felices opulentos,
que, en vez de granos de arena deja caer escudos de oro.
Aquella especie de poeta sonrió; pero su
faz tenía aire dantesco. Sacó de su bolsillo un pan moreno, comió y dio al
viento su himno. Nada más cruel que aquel canto tras el mordisco.
¡Cantemos al oro!
Cantemos al oro, rey del mundo que lleva
dicha y luz por donde va, como los fragmentos de un sol despedazado.
Cantemos al oro, que nace del vientre
fecundo de la madre tierra; inmenso tesoro, leche rubia de esa ubre gigantesca.
Cantemos al oro, río caudaloso, fuente de
la vida, que hace jóvenes y bellos a los que se bañan en sus corrientes
maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales.
Cantemos al oro, porque de él se hacen las
tiaras de los pontífices, las coronas de los reyes y los cetros imperiales; y
porque se derrama por los mantos como un fuego sólido, e inunda las capas de
los arzobispos, y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno en las
custodias radiantes.
Cantemos al oro, porque podemos ser unos
perdidos, y él nos pone mamparas para cubrir las locuras abyectas de la taberna
y las vergüenzas de las alcobas adúlteras.
Cantemos al oro, porque al saltar del cuño
lleva en su disco el perfil soberbio de los césares; y va a repletar las cajas
de sus vastos templos, los bancos, y mueve las máquinas, y da la vida, y hace
engordar los tocinos privilegiados.
Cantemos al oro, porque él da los palacios
y los carruajes, los vestidos a la moda, y los frescos senos de las mujeres
garridas; y las genuflexiones de espinazos aduladores y las muecas de los
labios eternamente sonrientes.
Cantemos al oro, padre del pan.
Cantemos al oro, porque es, en las orejas
de las lindas damas, sostenedor del rocío del diamante, al extremo de tan
sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el latido de los
corazones, y en las manos a veces es símbolo de amor y de santa promesa.
Cantemos al oro, porque tapa las bocas que
nos insultan; detiene las manos que nos amenazan, y pone vendas a los pillos
que nos sirven.
Cantemos al oro, porque su voz es música
encantada; porque es heroico y luce en las corazas de los héroes homéricos y en
las sandalias de las diosas y en los coturnos trágicos y en las manzanas del
Jardín de las Hespérides.
Cantemos al oro, porque de él son las
cuerdas de las grandes liras, la cabellera de las más tiernas amadas, los
granos de la espiga y el pelo que al levantarse viste la olímpica aurora.
Cantemos al oro premio y gloria del
trabajador y pasto del bandido.
Cantemos al oro, que cruza por el carnaval
del mundo, disfrazado de papel de plata, de cobre y hasta de plomo.
Cantemos al oro, amarillo como la muerte.
Cantemos al oro, calificado de vil por los
hambrientos; hermano del carbón, oro negro, que incuba el diamante; rey de la
mina, donde el hombre lucha y la roca se desgarra; poderoso en el Poniente,
donde se tiñe en sangre; carne de ídolo, tela de Fidias, hace el traje de
Minerva.
Cantemos al oro, en el arnés del caballo,
en el carro de guerra, en el puño de la espada, en el lauro que ciñe cabezas
luminosas, en la copa del festín dionisiaco, en el alfiler que hiere el seno de
la esclava, en el rayo del astro y en el champaña que burbujea como una,
disolución de topacios hirvientes.
Cantemos al oro, porque nos hace gentiles,
educados y pulcros.
Cantemos al oro, porque es la piedra de
toque de toda amistad.
Cantemos al oro, purificado por el fuego,
como el hombre por el sufrimiento; mordido por la lima, como el hombre por la
envidia; golpeado por el martillo como el hombre por la necesidad; realzado por
el estuche de seda como el hombre por el palacio de mármol.
Cantemos al oro, esclavo, despreciado por
Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por
Hilarión, maldecido por Pablo el Ermitaño, quien tenía por alcázar una cueva
bronca, y por amigos las estrellas de la noche, los pájaros del alba y las
fieras hirsutas y salvajes del yermo.
Cantemos al oro, dios becerro, tuétano de
roca misterioso y callado en su entraña, y bullicioso cuando brota a pleno sol
y a toda vida, sonante como un coro de tímpanos; feto de astros, residuo de
luz, encarnación de éter.
Cantemos al oro, hecho sol, enamorado de
la noche, cuya camisa de crespón riega de estrellas brillantes, después del
último beso, como una gran muchedumbre de libras esterlinas.
¡Eh, miserables beodos, pobres de
solemnidad, prostitutas, mendigos, vagos, rateros, bandidos, pordioseros,
peregrinos, y vosotros los desterrados, y vosotros los holgazanes, y sobre
todo, vosotros, oh poetas!
¡Unámonos a los felices, a los poderosos,
a los banqueros, a los semidioses de la Tierra!
¡Cantemos al oro!
Y el eco se llevó aquel himno, mezcla de
gemido, ditirambo y carcajada; y como ya la noche oscura y fría había entrado,
el eco resonaba en las tinieblas.
Pasó una vieja y pidió limosna.
Y aquella especie de harapiento, por las
trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, le dio su último
mendrugo de pan petrificado, y se marchó por la terrible sombra, rezongando
entre dientes…